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2º parte: La magia de las islas de Tigre

  • Foto del escritor: Livia Drusila Castro Jiménez
    Livia Drusila Castro Jiménez
  • 29 may 2019
  • 3 Min. de lectura

“Sí, Tigre lo ves en un día, es hermoso…”

No ví Tigre, bueno, vaaale, sí, el mercado de frutos si, pero fue un error, fui con hambre y buscando frutas y había de todo menos eso…

Ah y la Villa El Garrote, pero eso tampoco fue Tigre, eso fue la entrada a otra realidad colindante con la nuestra pero con las fronteras bien marcadas, pero de esto ya os hablé hace unos días.

Estuve en las islas, las islas del delta, y ahora entiendo a Gabi cuando me contaba aquellas historias tan idílicas que yo habiendo llegado hasta Tilcara y pasando antes por Chile, Bolivia, y las playas paradisiacas de Cabo Polonio en Uruguay, no podía creer.

Y sí, un segundo paraíso se mecía al compás de las aguas del Paraná, a tan solo 30 kilómetros de la capital, de la ciudad de la furia. Una furia que no consigue llegar hasta acá, será que la frenan las aguas, será que se funde con el lodo, que se torna rojizo, como el color de la lucha, el color de las ganas, el color del amor y ahora para mí el de la felicidad. Porque con el amor, ahora mismo, no me siento muy identificada, aunque a veces sirve para compartir con personas especiales momentos tan lindos como los que viví yo aquí.

Yo no quise compartir, o no pude al menos, con nadie. Porque el entorno ya se estaba compartiendo conmigo y mi corazón partiendo con él, sobre todo cuando se materializó mi partida, pero a ese punto todavía no hemos llegado.

El agua del río corría como corre el tigre tras su presa, feroz, el que se hizo en el pliegue de mis mejillas con la cuenca de mis ojos almendrados, también.

¿Cómo no emocionarse ante tanta belleza, tanta quietud, tanto sosiego? ¿Ante ese escenario que aunque pareciera de película era real pero desprendía fantasía por cada rincón? Y había muchos.

Era húmedo, muy, quizás por eso fue que me caló tan jondo.

Cada muelle, cada casa, cada cabaña, todos distintos pero en perfecta consonancia, como la sintonía que los grillos hacían con el sonido que emanaba del contoneo de los árboles, con su danza tribal a la que me invitaban a participar. Emanaba, sí, porque parecía que ellos mismos la producían. Yo misma sentía como me abrazaban con sus ramas, con sus brazos, a mi paso por los senderos. Y hasta me hacían regalos en forma de hojas cuando el viento los azotaba.

Será el otoño. Eso los que caducan, pero también los había perennes, como tu recuerdo, Argentina.

Hubo otros a los que no les caí tan en gracia, los perros. A cada paso que daba salía alguno a intimidarme con sus dientes y sus ladridos. Consiguieron que me fuera. Y Así con cada huida llegó el momento de la verdadera despedida.

Ahora de vuelta en la capital. Me bajo en Retiro al son de la cumbia villera, en busca de alguna empanada que me quitase el hambre y de soslayo paso por la villa 31 a curiosear un poco y a atraer las miradas de los comerciantes.

Ahora en el café Tortoni con mis pintas captando la atención otra vez. Demasiado occidental para unos y una farraguas para otros, difícil encontrar el término medio.

Todo era más fácil en la isla donde casi pasaba desapercibida, pero eso ya fue tiempo pasado.

Ahora desde el Tortoni os regalo estas líneas, como tantos escritores desde tiempos inmemoriales hicieron con sus versos. Escuchando de fondo el murmullo o el jaleo (depende para quién) de la muchedumbre, entre los que alcanzo a escuchar, como siempre el kilombo que es Buenos Aires.

Y yo en tanto pensando en cómo afrontar, Argentina, la sensación de ahogo que me entra cada vez que cuento los días que nos quedan por compartir, entonces me levanto y salgo a conocerte, a ti y a todos los que hacen que en Buenos Aires me sienta siempre como en casa.

Siempre.

Gracias.


 
 
 

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