ABC: Argentina, Bolivia y Chile, un triángulo de contrastes
- Livia Drusila Castro Jiménez
- 21 feb 2019
- 6 Min. de lectura
Leyendo sobre el Che Guevara y echando un vistazo a sus memorias por América Latina, me decido yo a escribir las mías, que aunque mucho menos interesantes que las suyas, aún están en edad de crecimiento.
“Efímero e inexorable”, así es como describiría el viaje de mi vida y así fue como se esfumó, inexorablemente, dejando en su costado en reguero de recuerdos, personas y momentos.
Pero no vengo a contaros como terminó, sino como empezó.
Aquel puerto al que llegaron miles de “gallegos” durante los siglos XIX y XX nos recibía ahora a nosotras ( a mí y a algunas amigas más) con un escenario un tanto hostil: el decadente gobierno de Mauricio Macri. Tanto así fue que sufrimos la inflación y el descontento popular en las calles casi tanto como algunos de los porteños.
Pero, francamente creo que de la situación en Argentina, de los “chamuyeros” que son los argentinos y algunos tópicos más, os puedo hablar más adelante, cuando haya conocido un poco mejor este país.
Realmente de lo que me gustaría hablaros, es de aquel viaje que comprendí que había empezado cuando vi este cartel:

Con la soledad como compañía, regué con mis lágrimas de emoción la Cordillera de los Andes, cuando tras varias horas de eterna y ardua subida, vi el pico Aconcagua alzarse frente a mis pupilas, más dilatadas que nunca. No querían perderse ni un solo detalle.

Y se podría decir que Los Andes fueron el escenario de otros muchos momentos, como aquella noche en la frontera Chilena en la que pasamos tanto frío, como en las estrelladas noches de Atacama.
Sí, Chile fue un país de contrastes y sorpresas, como cuando nos encontramos a Teresa, una amiga alemana, en las calles de Valparaíso, pero también de sustos, como aquel que nos dimos cuando sentimos que el suelo temblaba más de lo normal en Viña del Mar. Las malditas placas tectónicas nos hicieron pasar un mal rato, pero también lo hicieron los autobuses urbanos de Valpo, que consiguieron que mantener el equilibrio y la compostura, fuese un reto difícil de lograr.
Y hablando de retos y no precisamente muy lúcidos, el de ir desde San Pedro de Atacama hasta el Valle de la Luna, a pie. Caminando, en ayunas y con tan solo una botellita de agua para pasar el día en el desierto no polar más árido del planeta Tierra, el desierto de Atacama, al norte de Chile.
Pues bien, todo este cúmulo de desacertadas y locuaces decisiones, hicieron que irremediablemente tuviésemos que acabar haciendo autostop en varias ocasiones. Y esto último nos vino bien para comprobar, una vez más, la solidaridad de los chilenos, que en este caso, no solo nos llevaron de vuelta hasta el pueblo, sino que además nos dieron de comer y beber. (Esto deja entrever la precariedad de nuestra situación)
Pero para comilona la que nos dimos por la noche, que aun siendo mis amigas vegetarianas, fueron partícipes de un rico y chamuscado asado que nuestro couchsurfer se empeñó en hacer; casi tan delicioso como la chorrillana de Santiago.

Y entre las aficiones de “el Sebas”, nuestro anfitrión, estaba la de hacer de DJ y la de disfrazarse de extraterrestre, y nosotras, lo quisimos compartir con él.
Vivimos muchas vicisitudes en el país de los seísmos y conocimos personas muy gratas, como Fabián y Sebas, nuestros anfitriones por unos días; y como Alan y César, dos chicos que nos acompañaron en nuestro efímero paso por Bolivia, el país que en 1967 vio morir al Che, el país de Evo Morales.
Tras casi nueve horas de micro (que después de las 17 de Buenos Aires – Mendoza pasaron fugaces) arribamos a Uyuni, un municipio situado al sudoeste de Bolivia. Ni si quiera había bajado aún las escaleras del bus y ya sentía clavadas en mi blanco rostro varias miradas.
Faranji como dirían en Etiopía.
Entonces fue cuando recordé a mi padre diciéndome: “sé discreta, intenta pasar desapercibida.”
Misión imposible.
Nosotros y nuestras mochilas se convirtieron en el centro de atención de todos aquellos que nos querían vender algún tour. Rectifico, aquellas, porque no recuerdo ningún rostro masculino.
Por su insistencia y nuestro cansancio, lo consiguieron.

Rumbo al salar de Uyuni, el mayor desierto de sal continuo y alto del mundo.
Y de camino, por si después de una semana y media de viaje aún no nos habíamos acostumbrado a la altura, fuimos mascando hojas de coca, que por cierto, no fueron ningún manjar. Pero lo que a mí sí me pareció un verdadero manjar fueron los chicharritos de plátano, acabé con las existencias de chicharritos en Uyuni, los vendedores todavía me echan de menos.
La melancolía se apodera del indeciso color de los minutos que preceden a la llegada del crepúsculo, con el que dijimos adiós a ese infinito que se tornaba entre blanco y anaranjado.
No fue la única despedida lacerante. Alan y César seguían hacia el norte en su afán por llegar hasta Colombia, por otro lado, nosotras debíamos regresar a nuestra incipiente Argentina.
Sin embargo, en medio de toda esta nostalgia, en ocasiones contenida, aparece José.
Y entonces diré: “moviendo las caderas, moviendo las caderas, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, a la derecha, swin, swin, swin.”
Mención especial al conductor de bondi más divertido de todos, así fue nuestro viaje hacia La Quiaca, paso fronterizo entre Bolivia y Argentina, como una discoteca móvil.
Allí, en La Quiaca, vivimos durante apenas unas horas el contraste entre ambos países, la diversidad de rostros.
Sin más dilación, llegamos a Salta, hicimos algunos trámites burocráticos, y a las pocas horas ya estábamos en nuestro impoluto Volkswagen golf recién alquilado sorteando algunos obstáculos que nos encontrábamos por el camino. Y no, no eran piedras ni nada por el estilo, eran vacas que decidieron hacernos la carretera todavía un poquito más angosta de lo que ya era.
Donde no vimos vacas fue en Tilcara, pero lo que sí vimos fue mucha gente, y entre toda esa amalgama de personas me quedo con Nico, el encargado de nuestro hostel, con el que compartimos muchas risas. ¿Verdad “glamour”?

Siguiendo con la fauna, en Iruya tampoco fue protagonista, culpa del relieve, que captó toda nuestra atención al ver como cada vez nos adentrábamos más en los faldeos orientales de la sierra de Santa Victoria, paisaje del que solo pudimos disfrutar una noche.
Del roquedal de Iruya, pasando por Humahuaca y General Libertador San Martín, a la selva de Calilegua, que nos dio una bienvenida cargadita de insectos.
Aquí sí que vimos fauna, y la sufrimos, porque no tuvimos suficiente con los mosquitos, los perros, las gallinas, y el alacrán que encontramos en nuestra habitación, que nuestra imaginación decidió inventarse el rugido de un puma en plena selva, para entre tanta flora, sembrar el pánico.
Como el que sentimos en varias ocasiones cuando el autobús en el que íbamos tenía que parar en medio del camino por derrumbes.
El desenlace de esta historia tenía ya las horas contadas, tan cerca estaba el final que tuvimos que restar uno al grupo, Berta volvía a Buenos Aires, la ciudad del caos.

Cuanto me acordé de ella cuando por fin nos hicimos una foto con una llama muy simpática en Cafayate. Restamos uno, pero sumamos dos, Laura y Diana, dos amigas que nos acompañaron a Jésica y a mí por Cafayate, donde no solo vimos llamas, también nos saludó un loro muy atrevido que hizo muy buenas migas con Lau.
Y así fue como ineludiblemente llegó la hora de la despedida, Laura y Diana seguían su camino hacia Tucumán, Jésica se quedaba en Salta y yo tenía que tomar decisiones sobre qué hacer con el inminente futuro de los tres días que me quedaban por allí.
“En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver” dijo Sabina una vez.
Y yo tratando de desafiar al artista pensé: “En Salta comprendí, que al lugar donde fuiste feliz siempre debieras tratar de volver”
De modo que a Tilcara regresé y así mi viaje acabé de la misma manera que lo empecé.
Sola, pero con el recuerdo de todos aquellos que algún día caminaron junto a mí.
A Fabián y a Sebas por acogernos en Valpo y Atacama, a Alan y César por acompañarnos en Bolivia, a los chicos de Córdoba por hacernos reír en Uyuni, a José por hacernos bailar más que nunca en ese bondi, a Liliana y Aníbal por invitarnos a una asado a nuestra vuelta a Buenos Aires, A Gabi por invitarme a conocer esa labor tan bonita que lleva a cabo en la isla, a Nico y a las chicas del hostel “Tierra Andina” por hacerme sentir como en casa, a Brian, Aquiles, Esteban y Ñorairo por hacerme disfrutar de las noches de Tilcara, a Laura y a Diana por compartir nuestro viaje a Cafayate, a Guada por amenizarme la espera en el aeropuerto (espero que todo te vaya muy bien por México).
Y a vosotras, Jésica y Berta, compañeras de viaje, compañeras de vida: Gracias por todo.
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