Uruguay, tras las huellas de los colonos
- Livia Drusila Castro Jiménez
- 19 oct 2018
- 4 Min. de lectura
A penas había comprendido aún la grandeza de Argentina cuando decidí embarcarme hacia Uruguay.
Hablo del 11 de Octubre, el preludio del día de la Hispanidad, Columbus day, el día de la raza o el día de la diversidad cultural, como lo llaman ahora; eufemismos.

Si comparamos el viaje con un relato, podríamos decir que su comienzo tuvo lugar en tres ciudades: Colonia del Sacramento, Montevideo y Punta del Este; su nudo y desenlace, solo en un destino: Cabo Polonio, a unos pocos kilómetros de la frontera con Brasil.
Y como para entender cualquier historia hay que empezar por el principio, os contaré un poco de los primeros días, de soslayo.
Nuestro arrivo al país de Mujica pasó de ser un vendaval de sorpresas a ser un vendaval de precipitaciones, y eso nos caló hondo. Colonia y Montevideo se presentaban tan grises como aquellos tristes días en los que los españoles guerreábamos por apropiarnos de sus fértiles tierras, sin compasión ninguna. Y fue así como Montevideo nos dio la bienvenida el 12 de Octubre, marchito.
Sobre la plaza de la Independencia se erigía Artigas, un héroe de la independencia de las antiguas Provincias Unidas del Río de la Plata, bajo él una bandera de España reivindicando el día de la hispanidad, por encima, las nubes lloraban.
Pero como después de cada tempestad, vino la calma, que nos recibió en Punta del Este, y con ella mucho turismo de sol y playa, y con esto no tengo nada más que añadir.

Mucho sol y demasiado viento nos empujaron hasta Cabo Polonio en un Fiat Siena rojo, nuestro compañero de viaje, sobre todo el de Berta, que se hizo casi 600 kilómetros sin documentación en un ataque de solidaridad. Mientras tanto Patricia y yo en un ataque de histeria, que se resolvió cuando la vimos llegar entre los matorrales, como cuando una madre ve llegar a su hijo de la mili, pues igual.
Después de 30 efímeros minutos en un camión que nos transportaba desde la entrada a la reserva natural hasta la playa, nos dio la bienvenida un lobo marino que seguramente se había despistado y había acabado en la playa. Y este fue el primer regalo que nos hizo Cabo Polonio, llamado así por el naufragio de un barco que llevaba el mismo nombre.
Y como ese lobo marino vimos por lo menos 30 o 40 más, todos ellos descansando y tomando el sol en el roquedal, donde se camuflaban con el marrón de las rocas graníticas erosionadas y alisadas por el mar.
Ese día aprehendimos mucho de fauna y flora, sobre todo de ornitología y la mala leche que se gastaban los pájaros de aquel lugar, que aprovechaban cualquier momento para intentar atacarnos.

Y con el ocaso, llegó la noche para deleitarnos con un espectáculo visual que no solo abarcaba todo el firmamento, en el que se podían apreciar todas las estrellas, ya que en Cabo Polonio no hay alumbrado eléctrico; sino que llegaba hasta las olas.
Entre la espesa espuma blanca del oleaje se podían apreciar destellos azules, como si de luces de neón se tratase y que cada vez cobraban más fuerza. Hablo de las noctilucas, un organismo unicelular marino que emite luz propia y que hace que el agua del mar se ilumine gloriosamente. Este fenómeno se produce unas pocas veces al año en la costa del polonio, y es un espectáculo visual que solo algunos privilegiados pueden observar.
Y así fue como entre sollozos de emoción y gritos de alegría apareció Polonio, nuestro perro adoptado que nos acompañó durante algunas horas de nuestra aventura nocturna.
Amanece en el rancho y nos disponemos a caminar 10 kilómetros hasta Barra de Valizas. Primero donde rompen las olas, después por las dunas. Un arduo camino que me regaló una de las mejores vistas que había tenido nunca. Desde el cerro de la buena vista, una duna que se alza a más 50 metros de altura sobre el mar, se pueden observar más de 20 kilómetros de costa y todos los islotes plagados de lobos marinos que se funden con el horizonte.
Pero después de tres días sin agua corriente, nuestro cobertizo ya empezaba a oler un poco a humanidad, tocaba volver a la caótica vida bonaerense, eso sí, no sin antes guardar otra anécdota en nuestras mochilas. Una anécdota que nos pesó y nos hizo sudar mucho. Perdimos el camión, el camión que nos llevaba hasta el punto donde teníamos aparcado nuestro Fiat Siena rojo. ¿La única solución? Caminar 7 kilómetros hasta llegar a nuestro único medio de transporte. Y si ya es complicado de por sí caminar entre la espesa arena de las dunas, imaginaos con 12 kilos de peso a la espalda. No quedarse atrapado en la arena o el lodo se convirtió en todo un reto.
Y fue así como entre suspiro y suspiro de desesperación apareció nuestro salvador, un hombre que nos llevó en su pick up hasta el parking donde teníamos el coche.
En alquel momento comprendimos que se había acabado la emoción de nuestro viaje, aunque sin bajar la guardia para no salir despedidas de la pick up entre bache y bache.
Uruguay nos había tratado tan bien que 8 horas de viaje por tierra y mar no fueron suficientes para que se me ocurriera alguna manera de agradecérselo.
Entonces recordé aquella frase que dice “Extremadura, tierra de conquistadores”, y por un momento me di cuenta de quienes fueron mis antepasados, en ese instante comprendí que mi corazón siempre estaría en deuda con aquellas afectuosas tierras.

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