Sola por Berlín, la capital del holocausto
- Livia Drusila Castro Jiménez
- 25 feb 2018
- 4 Min. de lectura
“Golpe a golpe, verso a verso…” como diría el gran Antonio Machado, o como cantaría el gran Juan Manuel Serrat en un atrevido homenaje al poeta.

O “paso a paso, horizonte tras horizonte, sueño tras sueño, impregnando y empapando felicidad” como diría una joven caminante, a la que aún le queda mucho camino por hacer y por andar.
Y así es como, paso a paso, huella tras huella, fui marcando la vereda de mi último destino. Un largo sendero cuyo punto de partida tomaba como escenario Madrid y con destino final en Berlín, la ciudad del holocausto.
De acompañantes: una maleta, mi cámara de fotos, una libreta que reflejase lo que no grabase mi retina y una chavala de nombre imperial que se tenía que encontrar.
Cielos grises, edificios grises, todo muy apagado, o muy oscuro, como las canciones de techno alternadas con rock que caracterizaban el ambiente jovial del albergue en el que me hospedé. Quizás sea esta razón por la que mi primera toma de contacto con la capital alemana fue un encuentro íntimo, porque el cielo amenazaba con lluvia, pero se quedó en eso, amenazas, al menos el primer día.
Por eso o por vicisitudes de la vida, tuve la suerte de, entre tiritón y tiritón, conocer más a fondo los secretos y la trágica historia de la ciudad que vio crecer a Adolf Hitler, dictador que protagonizó el periodo alemán denominado como el Tercer Reich.
La puerta de Brandeburgo, el edificio del Reichstag, la catedral y Alexanderplatz entre otros, son algunas de las referencias arquitectónicas más notorias de la ciudad. Sin embargo, a pesar de su celebridad, ninguno de estos monumentos tuvo la capacidad de transportarme a la antigua Alemania nazi. Ni un resquicio encontré en mi camino. Referencias al holocausto muchas, pero verdaderas, ninguna.
Fue necesaria una noche de por medio y casi una hora caminando desde el vanguardista barrio de Mitte en el que me alojaba, hasta la conocida como “East Side Gallery”, para encontrar el rumbo correcto que me llevaría hasta mi objetivo, por aquel entonces todavía un tanto confuso, o más bien, indefinido.
La “East Side Gallery” es la mayor galería de arte al aire libre del mundo, sus pinturas reflejan los cambios que conllevó el final de la Guerra Fría. Y es que esta no es una galería de arte cualquiera, sus pinturas dan forma y color a más de 1000 metros de longitud del antiguo muro de Berlín, un muro cuyo fin era separar la Alemania Oriental de la parte soviética.

Pues bien, bordeando el muro y deleitándome a mi paso con sus sugerentes pinturas, llegué hasta el Puente de Oberbaum, un puente que además de cruzar el río Spree, es uno de los hitos de la ciudad, pues enlaza los distritos de Friedrichshain y Kreuzberg, que estuvieron separados por el Muro de Berlín.
Ante esta disyuntiva que por azar o casualidad se me presentó, acabé haciendo un popurrí, y digo popurrí porque crucé el puente unas cuatro veces, dos de ellas se gastaron en intentos fallidos de adentrarme yo sola en el barrio de Friedrichshain. No había más que andar unos pocos metros para que mi silueta comenzase a ser el centro de atención de la mezcla de rostros que inundaban las calles de este bohemio barrio. Y fue así como mi precaución me obligó a abandonar la zona hasta dos veces.
A la tercera va la vencida, las miradas hundidas de los rostros quemados de sus habitantes se empezaban a clavar en mi sobrio caminar. El descaro de sus miradas comenzó a hablar por sí solo, elevaron el tono hasta que sus palabras se escucharon por encima del rumor de los viandantes. Todo tipo de piropos, que al final consiguieron incomodarme y aligerar el paso, y de este modo no solo el mío, si no también el de dos chavales que tras un rato caminando, me percaté de que no seguían otro rumbo que no fuese el mío.
Me di la vuelta y no les quedó otra opción que dirigirse hacia mí, “do you want weed?”, me preguntaron, y no pude evitar que me saliese una carcajada. A pesar de mi respuesta negativa, su intento por que la conversación se alargase era un secreto a voces y en cuanto pude busqué una sutil excusa para salir de ahí lo antes posible.
Ilesa y como si no hubiese pasado nada, porque en realidad no pasó, seguí caminando, observando la amalgama de semblantes tostados que había, cada uno en la puerta de un restaurante distinto. Restaurantes turcos, marroquíes, libaneses, africanos, indios, muchos, muchísimos, inundaban las calles, más de lo que ya estaban, porque ese día la lluvia quiso acompañarme y sobre todo calarme, muy hondo.
Los edificios grises del centro berlinés habían desaparecido para dar paso a una muchedumbre de edificios coloridos adornados con pinturas y luces de colores, muchos de ellos los típicos del movimiento panafricano: rojo, verde y negro.
El día se desvanecía y entraba la noche, es decir, tocaba volver al centro. Apuré hasta el ultimo rayo solar, y sobre las 10 regresé al albergue para llegar al aeropuerto sobre las 12 de la noche como muy tarde.
Horas y horas de espera en el aeropuerto dieron para mucho, para pensar, para reflexionar y sacar conclusiones del viaje.
¿Quiénes son los que realmente dan nombre al nuevo Berlín? ¿Los ciudadanos de origen alemán o toda esa masa de inmigrantes que se concentraba en los barrios más alternativos? ¿Quién da nombre al cambio, a la mezcla, a la diversidad?
Y una cosa que todavía no entiendo, ¿por qué hay tantos carteles que apelan a la diversidad de nacionalidad en el centro de Berlín y los inmigrantes aún siguen viviendo en barrios segregados?
Casi 30 años después de la caída del muro de Berlín, hay cosas que todavía no han cambiado. Y para que algo cambie, primero debemos cambiar nosotros.

“Caminante no hay camino, se hace camino al andar…” decía Machado. Aún me queda mucho por andar y muchas fronteras legales que traspasar y digo legales, porque cada vez me siento más ciudadana del mundo, me siento libre de conocer, de interactuar y es por eso, que todos tenemos el mismo derecho de poder compartir nuestras vivencias con nuestros mismos, y así poder contribuir a la construcción de un mundo mejor.
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